Y QUE EL FIN DEL MUNDO TE PILLE BAILANDO


Coged todos carrerilla que, con ésta, empezamos nuestra maratón.

Eso es lo que pronunció el moreno del cumple, a la una y media de la tarde, alzando al aire nuestra primera copa de vino.

Estoy ahora dándole vueltas a ese instante, pensando en que ninguno de los nueve cafres ahí sentados parecimos entender a qué se refería. Nueve cafres, visto el resultado, a los que más nos valdría quedarnos en casa la próxima vez que un brindis parecido resuene entre las cuatro paredes.

Nostálgico, empiezo a preguntarme por qué no le hicimos caso, por qué desoímos tan sencillo consejo, y todas las respuestas que encuentro tienen en común el desenfreno, las tabernas y terrazas, los bares y sus canciones, bengalas y muchas, muchas botellas vacías.

Entonces me viene a la mente lo que soltó un joven Clint Eastwood en su día, sombrero y cigarro bien calados: “I’ve never seen so many men wasted so badly”. Y, como en una de sus películas retrospectivas, me vienen a la mente los últimos destellos de ese día, de esa tarde, y de esa noche, como chispazos de una hoguera que ninguno encendimos.

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Destellos de un camarero diciendo que “aquí no servimos cafés, ni pacharanes, porque esto es una taberna de las de toda la vida”, y de intentar sobornarle emocionalmente con que estábamos de cumpleaños, como si aquello fuese un argumento irrevocable y ningún jurado pudiese jamás resistirse a ello.

Destellos, los de nuestros ojos, al verle volver con alardes de victoria porque había conseguido una botella de licor clandestina, que sería cortesía de la casa si nos levantábamos de la mesa “de una puta vez”.

Destellos bajo el sol, en aquella terraza, sin saber muy bien qué pedirnos: la quinta caña, la séptima copa de vino o el mar dentro de un vaso de ginebra; discutiendo en paralelo los detalles de cómo organizarnos para llegar en forma a la San Silvestre de este año.

Destellos entre risas, miradas y abrazos, porque no sabíamos si llegaríamos a la San Silvestre o no, pero nos daba todo igual porque a donde sí que llegábamos era al baile de bengalas que nos esperaba, impaciente, en nuestro primer garito de la tarde.

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Destellos ante aquel neón rojo, el que rezaba “que el fin del mundo te pille bailando”, donde todos pensamos embobados que eso no podía ser el fin del mundo; pero que, si tal cosa existiera, en aquel preciso instante no podíamos estar muy lejos.

Y donde luego demostramos que suerte tendría el fin del mundo de pillarnos bailando, o de pillarnos simplemente.

Destellos de una hazaña fabulosa, cuando uno de nosotros se lo intentó llevar a casa, escondido en la chaqueta, porque “nada es imposible a las ocho de la tarde, tú hazme caso”, y de hacerle yo una foto con la promesa de enviársela la mañana siguiente, como recuerdo de un robo frustrado.

Y de que mentía, mucho, como un bellaco, porque, como él mismo dijo: “hay trofeos en esta vida que no se comparten, chaval”.

Destellos sobre una enrevesada conversación con aquella chica en el ropero, convencidos de que ya nos íbamos, porque nos quería liar para un mannequin challenge con sus amigas, en el centro de la pista, “bailando despacito”, a lo que todos respondimos con un sprint de 30 metros hacia la salida porque no podíamos estarnos quietos ni un segundo. Y porque “tonto el último”.

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Destellos, aventuras formidables que ocurrieron después de que tú me dejaras en la calle, a la intemperie de un diciembre madrileño, cuando quise ir a verte y resbalé, modus operandi, por llegar demasiado pronto.

Destellos blancos, cuando dijiste que “es lo que tiene ir en mocasines, que resbalan” y destellos negros, muy negros, mientras pensaba asustado que no tenías ni la más remota idea de hasta qué punto tenías razón.

Destellos de un triple que me tiré de espaldas, desde la grada, cuando al caer la tercera botella quise volver a verte. Y de tu sutil manera de desordenarme la noche: “you are too drunk to know what you want”. Siempre fui muy de triples, pero eso ya lo sabes.

Destellos como esos hielos, fríos y agolpados, rotos por partes, borrachos por la ginebra y amargos por la tónica, derritiéndose poco a poco con cada sorbo que le dábamos a esas copas que nunca se acababan.

Y de que sí que lo sabía, por cierto, lo que quería, aunque no te lo dijese.

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Destellos en una batalla interminable, sin piedad, al volver a casa. Un todos contra todos con redobles y trompetas, al grito de “a las armas, caballeros”, lanzando cacahuetes a diestro y siniestro mientras uno se atrincheraba bajo la mesa del comedor y otro se servía una caña, sentado, insensible al caos que allí le rodeaba.

Y de escuchar, durante una pequeña tregua, que se nos iba a hacer tarde para salir otra vez, aunque fuesen poco más de las doce de la noche.

Destellos con las uvas que nos dieron, a la deriva en el último garito, creyéndonos la Armada Invencible al hacer todos en corro un juramento, por lo más sagrado, de que la próxima vez cogeríamos carrerilla. Más, y mejor carrerilla.

“Pero esta vez, de verdad”.

Y de mirarnos sonriendo, sabiendo que mentíamos, que éramos unos ilusos y que todo acabaría igual, hiciésemos lo que hiciésemos…

Nosotros, los nueve cafres, bailándole al fin del mundo. Y tú, divertida y cautivante, como una hoguera en la noche de San Juan.

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GdG

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