EL VIEJO Y LA MONTAÑA RUSA


Nos encontramos todos sentados en el salón con nuestros estómagos llenos de una cena de Nochebuena como otra cualquiera antes de una conversación cuanto menos abstracta:¿Cómo visualizas tú el tiempo?

Nunca lo había pensado, pero al comentarlo con gente te das cuenta de que no todos imaginamos los días, las semanas o los meses del mismo modo. Algunos lo representan como un calendario del que se van arrancando hojas. Otros esbozan los meses formando una circunferencia. Yo en particular los veo repartidos en cuatro filas y tres columnas. Sospecho que es algo adquirido que al fin y al cabo nos caracteriza.

El caso es que donde descarrilo es en cómo son los años. Para ti quizás son listas, números sueltos colocados de izquierda a derecha o de arriba abajo. Para mí no. Para mí un año es una persona, y a estas alturas es una persona que se parece mucho a Carl, el anciano de Up.

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Todo el mundo habla de dos mil dieciséis como un año maldito en el que se nos han ido grandes como Prince, Leonard Cohen o Carrie Fisher. Muchos piden que se vaya y que llegue el nuevo y joven aspirante, pero a mí ese señor, que poco a poco ve cómo se acerca su fin, me da pena porque, en mi caso, dos mil dieciséis se ha portado como debe.
Como un señor.

Todos los años empiezo igual. La vida de un año es una montaña rusa. Arranca despacito y con la cuesta de enero. Propósitos de año nuevo que pronto caen en saco roto. Primeros días de frío, blue monday, el día más triste del año, la Navidad queda atrás y el verano muy lejos. Parece que el tiempo no pase, pero al final, siempre lo acabamos disfrutando. Así que espero a llegar arriba que vamos a acelerar.

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Poco a poco me voy desperezando. Me voy calentando. Primero un viaje de esquí, luego Semana Santa, acto seguido ferias varias a lo largo de la geografía andaluza. Una vez que empieza ya no para. Ha empezado a correr y ya no hay quien me quite la diversión. Izquierda, derecha, arriba y abajo, un tirabuzón por aquí, más giros por allá. Y de golpe y porrazo, frenazo. Me planto en ese verano que tan lejos estaba. Mi cabeza se ha estado golpeando contra las protecciones y estoy algo aturdido. Ese frenazo no es más que la antesala del punto álgido.

El verano fue una pasada. Viajé todo lo que quise. Tuvo sus más y sus menos. Grandes momentos personales, retos profesionales, momentos intensos e instantes tranquilos. Escribir… se escribió poco. Pero sobretodo estuvo ella.

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En la metáfora de mi rollercoaster, ella es una sucesión loopings, bucles, curvas con el cinturón desabrochado y el corazón desbocado. Es darle la vuelta a mi mundo. Es cambiar las normas. Es romper mis planes para crear nuevos. Es dar un paso atrás para dar dos hacia delante y de nuevo parar de golpe y volver a empezar. Es ese momento en el que notas que aceleras pero no ves lo que hay por delante. Ese vértigo que te invita a saltar.

Llegó ella sin llamar a mi puerta, sin que yo esperase visita. Cuando algo aparece de forma tan evidente ante tus ojos lo que no puedes hacer es dudar. No podía ser cierto que ella siempre hubiera estado allí y que yo nunca hubiese reparado en su existencia. Veinte años coincidiendo y que ninguno de los dos supiéramos absolutamente nada del otro. No sé si fui yo que lo hice muy bien o ella que logró llevarme a donde deseaba, pero lo que sé es que si lo repitiera hoy, no lo haría mejor. Nos conocimos y ahí empezó. Es el mejor momento de la atracción. Energía potencial que se transforma en cinética al dejarnos llevar tan rápido. Hace que vueles más alto y más rápido. Te ves en las nubes y en un abrir y cerrar de ojos de nuevo en el suelo, y de nuevo en las nubes y todo da igual.

El recorrido desgraciadamente no siempre es todo lo largo que hubiésemos querido y por bien que lo pasamos, a veces antes de llegar al final tenemos que ralentizar. Me mareé un poco por el cambio de situación. A veces no entendemos cómo hemos llegado a donde estamos, pero ya estamos ahí, así que debemos adaptarnos. Me llevé un par de sustos, encadené un par de acelerones que me hicieron recordar los primeros pasos del baile, volvimos a vernos por aquí, disfrutamos de más viajes y más fiestas, un par de loopings más… Pero ya no era lo mismo. Acabamos llegando al final del recorrido. Y el joven que se subió a la montaña rusa es ya un anciano. Mirando con recelo a la atracción con una sonrisa y dando paso a los que se agolpaban en la cola para montar tras él.

vincent-price-riding-the-loch-ness-monster-roller-coaster-with-c-michael-cross-at-busch-gardens-in-williamsburg-1984A estas alturas, no me extraña que Carl esté tan cascado. Tanto ajetreo, tanto movimiento, idas y venidas, viajes, amores y desamores, tanto globo y tanta casa por los aires acaban por dejar a uno para el arrastre.

A dos mil dieciséis le he cogido cariño pese a todo porque me lo pasé muy bien y repetiría cada curva, cada looping y cada repecho de la atracción aún sabiendo a donde lleva. Desde luego, si tuviera que pedirle algo al nuevo protagonista, es que aprenda de su predecesor. Que al final despedimos los años con muchas ganas cuando al fin y al cabo estamos en un funeral.

Dos mil diecisiete, las montañas rusas están bien, son muy divertidas pero tienen altibajos, y ya te conoces la historia, vamos a aprender, mejorar y tomar decisiones. Verás cómo lo disfrutamos si lo hacemos bien.

Á.J.

 

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